Última escala del viaje: Nueva York. Y hacia allá salimos desde Atlantic City, unas dos horas y media por la Garden State Parkway y la I95N, por las que vas sumando varios peajes. Ya desde el Newark Bay Bridge se ven los rascacielos. Todavía falta atravesar Jersey City y el Holland Tunnel, pero ya estamos ahí.
En total, los peajes suman más de 30 dólares para el tramo. Pero entrar manejando a NYC es toda una experiencia. Era viernes al mediodía y llegar desde la salida del túnel hasta el garage donde teníamos que devolver el auto alquilado nos llevó más de media hora. La 9na hacia el sur, a la izquierda en la 34, a la derecha en Park Avenue y dar la vuelta manzana para estacionar en la 31 entre 3ra y Lexington. El gran problema fue cruzar la 5ta Avenida, en reparaciones (grandes maquinarias levantando el pavimento). Estresante, pero único: 35 minutos para 20 cuadras. Welcome a la jungla de asfalto.
Contrariamente a lo que podríamos pensar, gran gesto de los empleados de Budget. Desde que estábamos en la recta final del viaje quedamos pendientes de una estación de servicio para llenar el tanque. La verdad: no vimos ninguna en la autopista, y entramos tan embalados que cuando nos quisimos acordar ya estábamos a 5 cuadras del garage, en medio del caos de tránsito. Así que asumimos que nos cobrarían el cuarto de tanque faltante a 9 dólares el galón (el precio promedio de mercado es de 2,5). Sin embargo, la empleada decidió cobrarnos únicamente 20 dólares, como si hubiéramos optado por devolver el tanque sin llenar. Un ahorro de aprox 25 dólares.
Paramos en el Hotel Stanford NYC, en la 32 y Broadway. Pleno Corea Town. Y luego de dejar las valijas aprovechamos el resto de la tarde para caminar por la ciudad. Arrancamos hacia el norte, para maravillarnos una vez más en Times Square. Sobretodo, por la novedad del cartel 3D de Coca Cola.
Proseguimos la caminata rumbo al Central Park, pero antes nos demoramos en el Plaza (en realidad, en el Food Hall del subsuelo). ¿Qué están haciendo en el Apple Store? Desapareció el cubo de cristal y están construyendo algo en su lugar. Volvimos por la Quinta Avenida, parando para sacar fotos y para recorrer un poco los negocios de las grandes marcas, que son un espectáculo por sí mismos.
Esa noche teníamos otro evento ya programado: los Knicks recibían a los Washington Wizards en un partido de pretemporada. Quizás el partido no prometía demasiado (de hecho, perdieron los Knicks en un partido bastante aburrido y sin estrellas), pero era nada menos que en el Madison Square Garden, uno de los arena más importantes del mundo… y que no habíamos vistado aún.
El sábado nos levantamos bien temprano para aprovechar la última jornada. Desayuno fuerte y a caminar: hicimos prácticamente todos los puntos turísticos recomendados en 10 horas sin parar. Arrancamos bajando por Broadway: el Madison Square Park, el Metronome en Union Square, cruzamos Houston para bordear Nolita y lo poco que queda de Little Italy y llegamos a Chinatown, ya agigantado y avanzando sobre los barrios cercanos. En el acceso al Brooklyn Bridge optamos por no cruzarlo y seguir hacia el sur, hacia el South Street Sea Port que está cada vez más lindo.
Battery Park queda a pocas cuadras y no tenía sentido eludirlo: seguimos las recomendaciones ya mencionadas para cruzar con el Staten Island Ferry y ver de cerca a la Estatua de la Libertad. Atenti: a la ida hay que ubicarse a la derecha (a estribor, me corregirán algunos), aunque del lado opuesto también hay una vista genial. Resulta muy curioso ver a todos los turistas peleándose por un lugar en cubierta y aprovechar el wifi gratuito, mientras adentro los locales esperan aburridos el trayecto de regreso a casa.
Ida y vuelta a través del Hudson, para empezar el regreso: el Charging Bull, la Trinity Church, el World Trade Center con los emocionantes piletones y la imponente nueva torre, el fascinante Oculus de Calatrava. Y a partir de ahí, toda la magia que NYC tiene para entregar: tomamos la 6ta hacia el norte y fuimos viviendo momentos únicos, uno tras otro. Conocimos los Street Courts donde se organizan partidos callejeros de basket, salió el sol mientras cruzábamos el SoHo, todos los barcitos de Greenwich Village repletos… Bordeamos el edificio de Google y llegamos al Chelsea Market que, como todos los fines de semana, explotaba de gente. Nos subimos al Highline y lo recorrimos casi hasta el final. Unos 18 kilómetros en total que nos acalambraron todo desde las rodillas para abajo, pero inolvidables.
Exhaustos, hicimos un descanso en el Starbucks de 7ma y 31. Mientras tratábamos de reponer energías veíamos cómo desfilaban muchos por la calle con las camisetas de los NY Rangers, el equipo de hockey sobre hielo. Googleamos y, efectivamente, esa noche jugaban contra los New Jersey Devils, en algo que decidimos bautizar el clásico del Hudson. De más está decir que no pudimos resistir la tentación de volver al Madison para un partido de NHL. Otra gran experiencia, por más que no termináramos de entender las reglas del juego. Muy dinámico, entretenido. Un deporte en el cual los negros no son bienvenidos (ni como jugadores ni como público) y en el cual la rivalidad queda mucho más evidente que en la NBA. No deliremos con un duelo de hinchadas al estilo argento, sino un par de discusiones a los gritos entre personas ubicadas a 10 metros de distancia y un coro medio monótono, en el cual simultáneamente gritan «Let’s go ____» (incluir el nombre del equipo; en este caso Rangers o Devils). Los locales dominaron todo el partido, pero parece que una vieja ley del fútbol también aplica sobre patines: los goles que no hacés en el arco de enfrente los sufrís en el propio. Los Devils se quedaron con el triunfo por 3-1 y sus hinchas se fueron alardeando su grito de guerra («Let’s go Devils», obviamente), bajando las escaleras mecánicas hacia el primer subsuelo, donde pueden tomarse el metro y combinar con el PATH para llegar a casa. Nosotros nos retiramos disimuladamente: dos días seguidos en el Madison para dos derrotas contundentes del equipo local. En Buenos Aires nos dirían piedra. En NYC, quién sabe.
El hotel
Gran decisión fue el Stanford. Está ubicado en la 32, a pocos metros de Broadway, en Corea Town. De hecho, todas las recepcionistas hablaban en coreano entre ellas y en un inglés con mucho acento oriental al dirigirse a turistas. El lobby es muy atractivo y tiene un gran desayuno (poco común en los hoteles neoyorkinos de relativamente bajo presupuesto). La habitación no es tan copada como la entrada, pero es lo suficientemente amplia y limpia como para quedarse con los elogios. Y la zona es ideal para estar pocos días.