Llegar a Atlantic City en octubre -es decir, fuera de temporada- es llegar a una ciudad semidesierta. Para colmo, el clima estaba horrible: mucho viento, frío, llovizna. Dimos una vuelta por la ciudad y nos cruzamos con muy pocos autos. Atravesamos el puente para conocer Brigantine, unas playas muy anchas, de arena muy finita y blanca. Las casas no son tan deslumbrantes, pero están ubicadas al borde de la laguna, muchas de ellas con el muelle privado para amarrar las embarcaciones.
Luego de la recorrida fuimos derecho para el Caesar, pero la habitación no estaría disponible hasta las 16. ¿Qué había para hacer? No demasiado. Así que arrancamos con el casino antes del mediodía. Recorrimos las mesas y las maquinitas y ahí sí estaba toda la gente, por lo general de tercera edad. Qué decir de la decoración del hotel… el mal gusto ya resulta simpático. Lo más interesante: el patio de comidas que tiene en el segundo piso, con un mirador vidriado hacia el Boardwalk y el océano.
Atlantic City tiene la fama de ser una ciudad en decadencia y, efectivamente, así lo comprobamos. Nos contaron que hace unos años funcionaban unos 15 hoteles-casino y que increíblemente fueron quebrando. Hoy quedan un puñado: el Caesar, el Tropicana, el Borgata, el Harra’s y alguno más. Y esa debacle también impactó, lógicamente, en toda la economía de la ciudad. Conversando con los vendedores de los negocios nos contaban que difícilmente tengan menos de dos trabajos, porque los sueldos no les alcanzan para mantenerse. El vendedor que nos atendió en Converse, por ejemplo, trabaja ahí en el Tanger Outlet de 9 a 17 y, a la noche, es mozo en un restaurante. La cajera del Nike está pensando en dejar a su beba en una guardería y poder terminar sus estudios para enfermera, porque reconoce que no tiene futuro ahí. Y otro vendedor nos confesó que la posta es ser bartender en el casino: llegan a levantar hasta 600 dólares por día en propinas de los que se emborrachan festejando triunfos.